Era
la siesta cerca de la ruta 9. Encima era jueves así que solamente pasaba un
camión cada tanto. Al costadito de la ruta, ya llegando a Río Segundo estaba
sentado este viejito, que vendía pan con chicharrón mientras comía una manzana
con cuchillo porque sus dientes no alcanzaban para cortarla. Lleno de tierra
blanca estaba el viejito, al lado de esta ruta que se deterioraba con cada
lluvia. Sentado en el banquito, esperando, cada tanto miraba el cartel que
había hecho para promocionar sus panes. En un momento cualquiera se le acerca
un muchacho.
–
¿Cómo?
–
… ¿Cómo anda?
–
Bien hijo, bien. ¿Qué le anda haciendo falta?
–
Me he dado cuenta de algo, hoy.
–
¿Qué sería? – Le contesto mientras volvía la mirada a la manzana, como seguro
de lo que se trataba.
–
Hoy me di cuenta de que no tenemos nada, de que todo es una ilusión. Estuve
leyendo unas cosas pero hoy me desperté y me di cuenta que mi casa, mi auto,
nada es mío realmente. Los puedo usar, pero no son míos.
–
Muy bien.
–
¿No le sorprende? Nada. Entonces me puse a pensar, que sería lo que si tenemos.
¿Qué tenemos? Solo tenemos tiempo, es lo único que tenemos realmente, tiempo,
¿Sabe?
–
–
Abuelo, ¿Sabe?
–
Si, hijito. – le respondió mientras seguía comiendo su manzana, mirando a la
ruta, ya había dejado de hacer contacto visual con el muchacho.
–
Entonces, entonces… Entonces pensé, que si lo único que tenemos es tiempo, todo
lo que hacemos es invertir ese tiempo en cosas, en actividades, en elementos
que usamos en ese tiempo, que usamos para sacarle jugo a ese tiempo, ¿Me
entiende? – Decía el muchacho abriendo los ojos, intentando atrapar la mirada
del viejo.
–
Mjm, si.
–
Claro, pero después de esto me quedo pensando que tampoco tenemos tiempo. No
tenemos nada. Porque lo que tenemos es la creencia de que ese tiempo es amplio,
que es interminable y que, sobre todo, es igual siempre. Pero la ciencia ya ha
probado que no es así, se sabe que el tiempo depende del espacio, que el tiempo
varía y es relativo, y sobre todo no sabemos cuándo nos vamos a morir. Solo
tenemos la confianza en que nuestro tiempo va a ser lo suficientemente amplio,
y sobre esa fe apostamos nuestras decisiones.
–
Bueno
Hacía
calor al sol, que era a donde estos dos estaban. El sol pegaba sobre la ruta y
ya se empezaba a ver distorsionada la ruta a lo lejos por la temperatura que
levanta. Nadie pasaba. De espaldas al viejo solo había un par de locales de
comida, un pool, un metegol y más atrás campo hasta quien sabe donde. Todo
lleno de tierra blanca, seca. Los pan con chicha estaba sobre la canasta,
cubiertos con un repasador rojo, estilo escocés. El viejo cada tanto volvía a
mirar el cartel que ofertaba los panes. El muchacho dejó de buscar la mirada
del viejo y se volvió a la ruta, al campo, miraba para todos lados. Parecía
inquieto. Cerraba los puños, miraba a lo lejos, se volvía a los panes, miraba
el metegol, volvía a la ruta. El viejo terminó su manzana y volvió a hablar.
–
¿Vos sabías que por acá pasaba gendarmería cuando estaba el gobierno militar?
Eran increíbles esos tanques. Ese puente que hay por allá en el río lo pusieron
los militares y todavía anda ahí.
–
¿El del río? Mire usted.
–
Si. Un día tardaron en ponerlo. Muy rápidos eran.
–
Si, tal cual. Bueno. ¿Sabe que estaba pensando? En que entonces, si todo lo que
tenemos es tiempo, pero en realidad no lo tenemos, es todo muy volátil. Todo se
puede acabar en un instante, hoy por ejemplo. ¿Qué puedo hacer con mi vida en
ese caso si no se cuanto voy a tener? ¿Cómo hace usted?
–
Y, yo vendo pan con chicha.
–
Pero, ¿Usted tuvo proyectos cuando era joven?
–
Y si, mas o menos. Yo trabajaba con mi padre y me casé. Quería tener una casa e
hijos y los tuve. Tuve mi campo por un tiempo, cosechaba, tenía vacas también.
–
¿Y cuales eran sus proyectos?
–
Esos eran hijo. Esos. ¿Viste allá? ¿Ese edificio? Ahí se hospedaban los
soldados, y acá atrás nuestro se juntaban a charlar los oficiales. Había algunos
muy violentos, otros no tanto. Como les gustaba chupar.
–
Claro. Bueno. ¿Me da un pan?
–
Si hijo. ¿Con o sin chicha?
–
Con por favor.
–
Tome. Saludos en su casa.
–
Gracias.
El
muchacho se alejó, mirando para todos lados. Por ahí un perro dejó de tomar
agua para mirarlo. Justo en ese momento pasaba un auto muy rápido, de color
plateado. El viejo se cubría la cara del sol y miraba al cielo despejado, azul,
violeta.
Pablo
G. Cesar
Sobre
el Autor
Pablo G. Cesar
es un escritor argentino que busca asombrar desde sus cuentos para darnos un
momento para pensar. Con un libro publicado en su haber, lleva adelante su blog
Diapasón Redondo: El surrealismo
de civil, y un perro con pipa en pijama, recopilando sus cuentos e
historias extravagantes desde Córdoba, Argentina.